Crusoe


Mi primera visita a la isla de Crusoe fue a los 7 años. Robinson guardaba en su cueva en pequeños frascos la pólvora, el plomo, la tela de las velas que había arrancado al barco agonizante del que había sido arrojado su cuerpo confundido entre barriles ron de madeira, puercos salados y cuentas de vidrio. Ordenó su vida construyendo un fuerte y colgando mosquetes en las troneras. Los loros gritaban en la confusión de la selva y llenaban su memoria de la bulla necesaria para pasar la noche sin pensar demasiado en Dios y su ira vengadora. Robinson anotaba en su diario lo que debe anotar un varón prudente: la frecuencia de las lluvias, la cabra que mató, la certeza de la canícula. Hasta que se le acabó la tinta y se dedicó a sus pensamientos. Y a hablar. Para que el ruido de sus palabras o de sus gruñidos espantase a los gatos y las cabras. Todo en el hombre es industria. Con los años descubrió que sus huesos eran más frágiles y sus rodillas más lentas. Se sentaba en la mesa que había construido con ayuda del tiempo y las hachuelas. El sólo tenía las formas y el tiempo. En su alma la forma de la mesa, del altar, de los acantilados de Dover, de las lágrima de su padre que le inducía a vivir acorde a su clase y buscar la prudente fortuna del hombre quieto, de la torpeza y prontitud de una prostituta brasileña, de los cantos de las sirenas que el había confundido con los bufidos de las tortugas, del hermano del cual había olvidado el nombre y que murió buscando el sabor salado de la gloria en Dunkerke, del azúcar, de los deberes de un varón inglés. Robinson jugaba con su loro y le enseñaba a gritar sometido a su tiranía:
¡Pobre Robinson Crusoe! ¿Dónde estás? ¿Dónde has estado? ¿Cómo viniste aquí?
Robinson jugaba con su dios y le enseñaba a responder sometido a su tiranía: ¡Pobre Robinson Crusoe, yo veo en el fondo de tu alma, tú no eres lo que te rodea, tú eres la dichosa figura de mi nombre!
Hasta que un día encontró una huella en la arena de sus paseos circulares. Corrió al fuerte a cargar los mosquetes y sacar la espada de su vaina de piel de cabra. Esperó a que la lluvia o la marea la desdibujase, la confundiese con la arena, con las huellas de las tortugas, de los cocos o de los naufragios. Esa noche en su cueva soñó que no podría olvidarla.

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