Malena tiene
sueño. Lo sé porque repite frases, pide upa y mete su mano en mi vestido.
Tantea una teta y otra como si su palma pudiera reconocer olores y formas para
distinguir su preferida. Agarra –sí, su
mano ahora es más una garra de mamífero que la redondez mullida que todos ven.
Agarra la izquierda. Ésa es su teta, de la que se prendió al nacer, el ancla
que la mantiene en el mundo cuando el sueño se la quiere llevar.
Frente a ella,
la bisabuela la mira desde sus noventa y tantos.
-Hay
que dejarla. –dice- Yo
agarraba la teta de mi abuela. Y todavía la recuerdo.
Entonces vuelve en el
tiempo, claro y blanco como su pelo. La memoria es una piel que
transparenta las imágenes que lleva tatuadas. Habla de la mamá que murió a sus
nueve meses; de la abuela que la crió, con la que durmió hasta que se fue a
trabajar y vivir a otra casa; de esa teta a la que se prendió para seguir
viviendo, aunque de ahí ya no fuera a salir nada. O todo: el sostén que la ayudó
a llegar hasta aquí, hasta este instante repetido y único al mismo tiempo.
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